Estos días se cumplen veinte años del fallecimiento de Carlos Cano, artista granadino, andaluz y universal. Como Lorca. Como Morente. Como Ganivet. Tan universal fue Carlos Cano, que sus cenizas descansan repartidas entre su Granada natal, Cádiz y La Habana. Tan universal, que nació por segunda vez en «Nueva York, provincia de Granada», según sus propias palabras. Tan
universal, que llevó a París junto con Enrique Morente su Manifiesto Canción del Sur. Tan universal, que su conciencia andaluza se forjó durante sus estancias en Suiza, Holanda y Alemania, con la nostalgia de los emigrantes y la amargura de las injusticias.
Carlos Cano, que recibió en vida la Medalla de Plata de Andalucía en 1989 y a título póstumo el reconocimiento como Hijo Predilecto de Andalucía en febrero de 2001, tres meses después de su fallecimiento con sólo 54 años, afirmaba de sí mismo que «ser andaluz es la forma que tengo de ser persona». Reivindicó con su música tradiciones casi olvidadas de su tierra, como el trovo popular, las murgas, los tanguillos y la copla, «que no es canción ni es española, sino copla y andaluza», afirmaba. Y compuso, inspirado por la lectura de los textos de Blas Infante y la Asamblea de Ronda de 1918, la «Verde, blanca y verde», convertida en todo un himno en los años de reivindicación autonómica.
Nació en Granada, en el barrio del Realejo, el 28 de enero de 1946. En 1968 compuso su primera canción, «La miseria», en la que retrataba con crudeza la realidad de los emigrantes andaluces. Él fue uno de ellos, ya que con apenas 18 años se tuvo que ir a Suiza, Holanda y Alemania para buscar el trabajo que en España no había. Trabajó de camarero, de pinche de cocina, fabricando farolillos para cementerios en Suiza, en la imprenta del Der Spìegel alemán y como marinero en el Puerto de Rotterdam antes de decidirse a dedicarse de lleno a la música.
Carlos Cano fue un revolucionario a su modo. Impulsó el Manifiesto Canción del Sur junto con Juan de Loxa y Antonio Mata, tres años antes de que Carlos Arias Navarro, por entonces alcalde de Madrid, lo declarara en 1972 persona non grata en la capital de España tras participar en París en un homenaje a Lorca con el respaldo de la Unesco. En el acto parisino, donde presentó con el también granadino Enrique Morente el Manifiesto, coincidió con el hispanista Ian Gibson y el cantautor Lluis Llach, que lo animó a dedicarse a la música a tiempo completo.
Su primer disco lo grabó en 1975 con la Serie GONG, de Movieplay, dirigida por Gonzalo García Pelayo, que estaba dando voz a un elenco de artistas que tenían cerradas las puertas del resto de las discográficas. El grupo de rock andaluz Triana había grabado ya su primer y mítico álbum, pero también los chilenos Víctor Jara y Violeta Parra habían grabado con García Pelayo Te recuerdo
Amanda y Canciones inéditas, respectivamente. El primer disco de Carlos Cano vio la luz en 1976 bajo el título de A duras penas. En él se incluían temas como «La miseria», «El Salustiano», «Aleluya» (escrita con Antonio Mata) y «Verde, blanca y verde».
Sus primeros discos tenían un marcado carácter político, aunque nunca militó en ningún partido. Su abuelo fue fusilado al inicio de la Guerra Civil y Carlos Cano, con su voz y su guitarra, clamaba en los últimos años de la dictadura franquista y durante la Transición en favor de la España democrática, que daba sus primeros pasos, y reivindicaba el resurgir de una identidad andaluza casi
fagocitada durante el franquismo y la consecución de la autonomía para Andalucía. José Antonio Labordeta, cantautor y diputado aragonesista, dijo de Cano que «a mí, y a toda una generación, nos descubrió una Andalucía ignota, reivindicativa, solidaria, lírica, épica y divertida».
Había compuesto su «Verde, blanca y verde» en 1973, inspirado por las ideas andalucistas de Blas Infante y tras conocer a personas declaradamente andalucistas, como Diego de los Santos o el periodista Antonio Burgos, con los que mantuvo una amistad muy profunda. Él mismo aseguraba que «nunca he tenido militancia política. A veces me he dado cuenta de que tengo cosas que
son anarquistas, otras más bien conservadoras, y algunas tienden a lo progresista y a lo revolucionario, o sea, un lío», recoge Juan José Téllez en su libro Carlos Cano. Una historia musical andaluza. «Pero ante todo, me siento y defino como un hombre capacitado para comprender problemas humanos, sin color ni raza ni religión», afirma para deshacer el lío.
Así, en 1980 formó parte del elenco de artistas que acompañó a Rafael Escuredo en la campaña a favor del «sí» en el Referéndum del 28-F, conocida como la Gira histórica. Estaban Cano y Manuel Gerena, que encarnaban el compromiso político de los artistas, pero también Camarón, Pata Negra, Alameda, Silvio, Tabletom y una exultante María Jiménez.
Al álbum A duras penas siguieron A la luz de los cantares (1976), Crónicas granadinas (1978), De la luna y el sol (1980) o El gallo de Morón (1981), en los que siguió buceando en las raíces de la música popular andaluza y evidenciando la influencia de poetas que lo habían hecho antes que él, como Lorca, Alberti, Machado y hasta del rey Al Mutamid. Luego su música viró hacia el otro lado del Atlántico (trabajos como Si estuvieran abiertas todas las puertas, de 1983, o Luna de abril, de 1988), aunque nunca olvidó sus raíces. Y finalmente, la copla. Carlos Cano rescató la copla del «secuestro» al que la tenía sometida la dictadura. La desempolvó y publicó Cuaderno de coplas (1985) y Quédate con la copla (1987), donde se incluye la canción «María la portuguesa», otro de sus
temas más reconocidos. Entendía la copla como una forma de memoria. «No me avergüenzo de cantar coplas. Sin Falla, Albéniz y Turina no se hubiera dado el fenómeno del maestro Quiroga. Y lo mismo ocurre con García Lorca. Sin sus canciones y su poesía no hubiera existido, quizá, Rafael de León». «Para cantar copla», decía, «hace falta memoria, y la gente joven no la tiene».
Carlos Cano siguió grabando discos como A través del olvido (1986), dedicado a Luis Cernuda, Ritmo de vida (1989), acompañado por vez primera por una orquesta sinfónica, Mestizo (1992) y Forma de ser (1994), el último antes de ser intervenido en el Hospital Monte Sinaí de Nueva York a causa de un aneurisma de aorta. Tras recuperarse de esta intervención, publica Algo especial (1996), donde reinterpreta sus propias composiciones, y El color de la vida (1996), en el que incluye sus «Habaneras de Nueva York».
Sus últimos trabajos fueron Diván del Tamarit (1998), dedicado a la obra homónima de Federico García Lorca y que coincide con su nombramiento, por parte de la Unesco, como «Artista por la Paz»; La copla, memoria sentimental (1999) y De lo perdido y otras coplas, que se editó el mismo año de su fallecimiento, y en el que se sumergía en el universo de la copla durante la II República.
Su última actuación en público fue el 22 de noviembre de 2000, en un acto celebrado en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Pocos días después, el 28 de noviembre, tuvo que ser intervenido de nuevo de urgencia al reproducírsele el aneurisma. A las pocas semanas, el 19 de diciembre, cuando parecía haberlo superado, falleció.