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El secreto de los abanicos de las mil caras

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Cuenta Benito Pérez Galdós en el retrato del último tercio del siglo XIX que dibuja en su ‘Fortunata y Jacinta’ cómo uno de los personajes apreciaba «la belleza y variedad de los abanicos que había en la casa» y contemplaba las figuras en ellos representados, «con las caras redondas y tersas como hojitas de rosa (…), lo mismo que aquellas casas abiertas por todos lados y aquellos árboles que
parecían matitas de albahaca… ¡Y pensar que los árboles eran el té nada menos (…)!».

No es casual que el escritor se detuviera en uno de los objetos que cautivaron a los españoles de la época, considerados ya entonces una mercancía valiosa, símbolo de lujo y suntuosidad. Los conocidos como abanicos de las mil caras eran piezas sumamente apreciadas en la sociedad española decimonónica.

Mucho tuvo que ver en ello, tres siglos atrás, la primera circunnavegación a la tierra, capitaneada al principio por Fernando de Magallanes y completada después por Juan Sebastián Elcano, una hazaña que abrió una ruta marítima con Oriente y estableció lazos entre tres continentes (Europa, América y Asia).

Antes del siglo XVI, este comercio se realizaba a través de la Ruta de la Seda. La expedición de Magallanes y Elcano entre 1519 y 1522 propició el incremento del comercio con España y trazó unas vías de comunicación que, más allá de sus indudables repercusiones económicas, incidieron también en la cultura y las costumbres.

Los abanicos de las mil caras son una muestra de este mestizaje. El abanico, un elemento procedente de China y hoy plenamente asentado en la cultura andaluza y española, fue una de las pruebas palpables de esta apertura comercial. Precisamente por ello, el Museo de Artes y Costumbres Populares de Sevilla expone algunas de estas piezas en el marco de las actividades con las que la Junta de Andalucía inició el año pasado la conmemoración del 500º aniversario de aquella primera vuelta al mundo. Se trata de ocho ejemplares que constituyen todo un ejemplo de la variedad artística de su producción.

Elena Hernández, conservadora de este recinto expositivo gestionado por la Consejería de Cultura y Patrimonio Histórico, incide en el valor de estos abanicos, de gran aceptación en Europa debido «a la fascinación que el carácter misterioso de Oriente ha despertado siempre en el mundo».

Los abanicos de las mil caras narran historias cortesanas, recrean batallas y eventos populares, hablan de literatura antigua y son una ventana a paisajes y pueblos chinos. Sus vivos colores y el preciosismo en su manufactura son un elemento añadido al relato dibujado en el país (hoja sobre las varillas) y en el varillaje. «Lo que en ellos se cuenta, lleno de símbolos y contenido, sólo puede
leerse en profundidad desde la cultura que le dio vida», explica Elena Hernández.

Este tipo de abanicos se inscribe en una relación más amplia de productos cuya fabricación en países asiáticos terminó centrándose casi en exclusiva en su exportación a Europa. Las exposiciones universales de Londres (1851) y de París (1889) consolidaron aún más el interés por el arte oriental y por este tipo de objetos, algo que se vio incrementado con la afición por el coleccionismo
imperante a finales del siglo XIX.

Papel y bambú

El varillaje de los abanicos de las mil caras suele ser de madera de bambú, lacada en negro y con motivos en dorado, en ocasiones con detalles en color rojo. En otros casos, se elaboran de madera vista (ya sea de bambú o sándalo), carey, nácar o marfil tallado.

Existen indicios del uso de laca en China ya en el año 1600 a.C. La técnica del lacado emplea la resina del árbol de laca, un polímero natural con el que se forma una capa resistente pero liviana. El pigmento negro solía obtenerse a partir de carbón y el rojo, de sulfuro de mercurio.

El país de este tipo de abanicos suele ser de papel pintado con vivísimos colores, poblado generalmente por multitud de pequeñas figuras humanas (de ahí, su nombre de ‘las mil caras’). Los rostros se componen mediante una fina lámina de marfil en la que se recrean las facciones. Las indumentarias, también muy detallistas, incorporan con frecuencia aplicaciones de seda. Motivos «al gusto europeo» pero a través de los cuales «se pueden conocer las costumbres chinas del momento», explica la conservadora Elena Hernández.

En el análisis al detalle de los personajes representados se observan figuras con frentes anchas, siguiendo la costumbre de rapar el nacimiento del pelo. En las mujeres destacan las agujas manteniendo el peinado, el maquillaje blanco en contraste con labios marcados con carmín, los pies pequeños… Los hombres portan botas altas, túnicas largas y tocados en la cabeza.

En otros casos, el país presenta motivos florales de gran tamaño, al igual que las cenefas, con inscripciones taoístas y budistas que desean prosperidad y larga vida. Las piezas están decoradas por ambas caras. «Son motivos atrayentes porque el contacto con otras culturas siempre ha provocado fascinación», sostiene la conservadora Elena Hernández, que añade que «el comercio con el Lejano Oriente acercó esas culturas menos conocidas al público, las democratizó».

Mantones en el Galeón de Manila

Otro ejemplo de la exportación de productos procedentes de Asia a Europa son los mantones de China o de Manila, que formaban parte de la mercancía que el Galeón de Manila trasladaba en su ruta, la primera de comercio mundial de la historia. Entre 1565 y 1815, el Galeón de Manila realizó 662 travesías por el Océano Pacífico entre Manila (Filipinas) y los puertos de Nueva España, en
América, principalmente el de Acapulco.

El trayecto que seguían estos artículos era muy largo. En los mercados de Acapulco y Veracruz se volvía a comercializar con ellos antes de ser enviados a la Península Ibérica. Así, realizaban por tierra el viaje de Acapulco a Veracruz, donde se embarcaban de nuevo hacia las ciudades españolas de Sevilla o Cádiz.

También los mantones, «esos madrigales de crespón compuestos con flores y rimados con pájaros» merecen una atención especial en la España del XIX narrada en ‘Fortunata y Jacinta’. Pérez Galdós recrea con mimo el gusto de las mujeres por «el hermosísimo y característico chal que tanto favorece su belleza, el mantón de Manila, al mismo tiempo señoril y popular». E incluso nombra a quien considera su creador: «Pues esta prenda, esta nacional obra de arte, tan nuestra como las panderetas o los toros, no es nuestra en realidad más que por el uso; se la debemos a un artista nacido a la otra parte del mundo, a un tal Ayún, que consagró a nosotros su vida toda y sus talleres».

La demanda de mantones en la sociedad andaluza y española condujo con el tiempo a que se comenzaran a fabricar en España, en una suerte de «préstamo cultural», en palabras de la antropóloga Encarnación Aguilar Criado. La conservadora Elena Hernández explica cómo la Exposición Iberoamericana de 1929 en Sevilla fue el detonante de su producción, muy localizada en la comarca
del Aljarafe sevillano, en talleres dirigidos por maestras. A partir de los años 60, esta producción pasó de los talleres a un ámbito doméstico.

Es también reseñable la especialización en determinadas zonas, como en Cantillana (Sevilla), con una amplia tradición en el enrejado, dibujos realizados a base de nudos con los flecos de seda del propio mantón.

La historiadora del Arte Lucina Llorente sitúa los primeros «bordados en complementos de hombros» en los chales que las mujeres chinas empezaron a usar en el siglo VII por influencia de la India. Sin embargo, mientras que allí su uso no prosperó al estar muy alejado de la vestimenta tradicional de las mujeres, su éxito en España fue creciente, sobre todo a partir del siglo XVIII.

Los bordados de los primeros mantones que llegaron a España representaban elementos típicamente chinos, como pavos reales, crisantemos, murciélagos, mariposas o el clásico león de Fu. Con el tiempo, su asimilación en la Península dio paso a otros motivos ornamentales, como las rosas, e incluso a la recreación de fiestas tradicionales, monumentos y motivos históricos. «Hay mantones con bordados de la romería del Rocío, la Torre del Oro o el descubrimiento de América», ilustra Elena Hernández.

Préstamo, fusión o asimilación, la identidad andaluza no sería la misma sin la aventura de aquellos expedicionarios del siglo XVI que emprendieron la primera vuelta al globo. Una dura gesta que acercó a civilizaciones, permitió que culturas hasta entonces lejanas se dieran la mano e hizo posible que el mundo nunca volviera a ser el mismo.

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